Después de siete días de estas gobernando su isla, Sancho Panza no estaba a gusto. Estaba harto de dictar leyes. Sin embargo, no le daban de comer. Por si fuera poco, aquella noche le gastaron una broma pesada.
La séptima noche, llegaron veinte personas con antorchas encendidas en la mano. Le contaron que habían entrado infinitos enemigos en la isla. Le dijeron, que debería armarse. Entonces, seguidamente le llevaron dos escudos, uno se lo colocaron en el pecho y el otro en la espalda. Seguidamente, a este le dijeron que fuera donde ellos para luchar. Como apenas podía moverse, al bajar las escaleras, se cayó y mientras se reían del pobre Sancho, pasaban por encima de él.
Cuando ya se habían marchado, Sancho pidió ayuda para que le levantaran y le quitaran los escudos. Este, muy dolorido dijo, que se acabase ya lo de gobernar la isla, para verse libre de toda la angustia. Seguidamente le llevaron vino. Se vistió y se marchó a la caballeriza. Ahí estaba su asno y le contó lo mal que lo estaba pasando. Se subió en su asno y volvió con Don Quijote a su antigua libertad. Sancho pidió un poco de comida para su caballo, se despidieron y emprendieron el viaje a Barcelona.
Pasados más de seis días, una tarde después de merendar, se vieron rodeados de más de cuarenta bandoleros. Le presentaron a su capitán, llamado Roque Guinart. Tres días con sus tres noches, se quedó con él. Por atajos partieron ellos tres con seis bandoleros. Una vez allí, Don Quijote y Sancho se despidieron de Roque, dándose un abrazo, y se quedaron en la playa.