En un lugar de la Mancha cuyo nombre no quiero acordarme, vivía un noble hidalgo en un caserón viejo. Su nombre era Don Quijote de la Mancha, todos le tomaban por loco porque de tanto leer novelas de caballeros andantes y doncellas se creyó que era un caballero. Una noche prospera a la navidad Don Quijote se tomó su sopa castellana habitual de todas las noches, cuando terminó fue a acomodarse a su biblioteca y de tanto leer se quedó dormido.
Esa noche soñó que él en compañía de Rocinante, paseaban por los campos de la Mancha, vio una estrella que destacaba en el firmamento. Un ángel llamado Gabriel se le apareció y le dijo que se despertase y fuese a buscar a su fiel amigo Sancho Panza, y que los dos emprendieran un viaje siguiendo a la estrella en busca del niño Jesús.
Don Quijote le contó lo que había soñado, Sancho lo tomo por loco pero como no quería decepcionar a su amigo emprendió el viaje con él. Fueron atravesando praderas, bosques, montañas etc, hasta que la estrella se paró. Don Quijote desconcertado no sabía qué hacer hasta que un segundo ángel se le apareció. Él le dijo que fuera a Judea y que allí preguntaran por el niño Jesús, el ángel desapareció y la estrella siguió moviéndose. Cuando llegaron a Judea preguntaron a un posadero por el niño Jesús, el posadero les dijo que una tal María y un tal José pidieron una habitación en la posada, pero como al posadero no le quedaban habitaciones dijo que les había hospedado en un pesebre que el tenía en Belén. Don Quijote y Sancho fueron a Belén allí se encontraron con tres personajes muy bien vestidos que también iban a adorar al niño Jesús. Los cinco se dirigieron a dicho portal y allí se encontraron con un buey una mula San José, la virgen María y el niño Jesús en una cunita hecha de paja.
Don Quijote y Sancho no se dieron cuenta de que esos tres personajes tan bien vestidos eran los tres reyes magos Melchor, Gaspar y Baltasar. Ellos tres le regalaron al niño Jesús incienso, oro y mirra y Don Quijote como era pobre solo le pudo regalar un libro llamado el ingenioso escritor Miguel de Cervantes Saavedra.
Don Quijote y Sancho Panza volvieron a ese lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme. Cuando llegaron, sus vecinos les recibieron con mucha alegría por ser tan validosos, Don Quijote y Sancho les preguntaron que como sabían que emprendieron es viaje para ver al niño Jesús.
Los vecinos les dijeron que un tercer ángel se les había aparecido y les había contado todo lo que hicieron, Don Quijote y Sancho. Quedaron como los caballeros andantes de ese lugar. (EL QUE LEE MUCHO Y ANDA MUCHO VE MUCHO Y SABE MUCHO)
Don Quijote de la Mancha, personaje inmortal de la literatura universal, ha fascinado durante siglos a lectores de todo el mundo. En su particular cruzada caballeresca, el hidalgo manchego no solo cabalgaba sobre su fiel Rocinante, sino que también blandía una espada que, aunque no tan famosa como Excalibur o Tizona, posee una identidad propia dentro del universo quijotesco. En este artículo, abordamos en detalle cómo se llama la espada de Don Quijote, qué simboliza y qué lugar ocupa en el conjunto de la obra de Cervantes.
En la literatura caballeresca, las armas no son meros objetos, sino extensiones del alma y del honor del caballero. Desde las lanzas hasta los escudos, pasando por espadas de linaje legendario, cada herramienta tiene un propósito simbólico. En el caso de Don Quijote, cuya visión está profundamente distorsionada por la lectura compulsiva de libros de caballerías, sus armas representan su idealismo desmedido y su deseo de revivir una época extinta.
Contrario a lo que muchos podrían imaginar, la espada de Don Quijote no tiene un nombre propio definido por Cervantes. A lo largo de la novela, Miguel de Cervantes se burla sutilmente de la pomposidad de los héroes de ficción al no otorgarle a la espada de su protagonista un nombre épico o legendario, como sí ocurre en otras sagas medievales.
Sin embargo, Don Quijote sí menciona su intención de bautizarla: en el Capítulo I de la Primera Parte, cuando se encuentra preparando sus armas para salir al mundo en busca de aventuras, reflexiona sobre cómo todo caballero que se precie debe llevar un nombre adecuado y, por ende, también sus herramientas.
“Y así, sin dar parte a persona alguna, y sin que nadie le viese, un día, antes de la mañana, se armó de todas sus armas, subió sobre Rocinante, y con él salió al campo; y lo que le sucedió se contará después. En esto, le vino a la memoria que no era justo ni razonable que anduviese un caballero andante sin tener dama de quien enamorarse…”
Pese a estas elucubraciones, finalmente nunca se concreta un nombre oficial para su espada, aunque sí se utiliza en ocasiones la palabra “espada” o “acero” como sinónimo, en la tradición literaria castellana.
Sí, en la literatura medieval y caballeresca, era habitual que las espadas de los caballeros tuvieran nombres que evocaban poder, magia o herencia legendaria. Algunos ejemplos:
Excalibur, la famosa espada del Rey Arturo.
Tizona y Colada, espadas del Cid Campeador.
Durandal, la espada de Roldán.
Cervantes, con su ingenio satírico, decide romper esta convención. Así, su Don Quijote, que quiere imitar a los grandes caballeros, no llega a alcanzar el estatus mítico de sus referentes, ni siquiera en lo que respecta al arma que blande.
Aunque no hay una descripción técnica exhaustiva del arma, los estudiosos de la obra de Cervantes deducen que Don Quijote probablemente portaba una espada ropera, un arma común entre los hidalgos españoles del Siglo de Oro.
La espada ropera era:
Larga y delgada, apta para duelos y combate a pie.
Menos robusta que las espadas medievales tradicionales.
Símbolo del estatus social de su portador, más que de su capacidad militar.
Esto resulta coherente con la descripción del propio Don Quijote como un hidalgo venido a menos, obsesionado con una época que ya no existe. Su espada no es ni mágica, ni legendaria, ni especialmente eficaz. Pero para él, es el vehículo de su justicia caballeresca.
Aunque su lanza (que acaba rompiéndose en varias ocasiones) suele ser su arma principal en los primeros capítulos, la espada cobra protagonismo en múltiples episodios, algunos tan famosos como ridículos:
Tras romper su lanza, Don Quijote se ve obligado a usar su espada en combate cuerpo a cuerpo contra uno de los molinos, creyéndolo un gigante. El resultado es desastroso, claro, pero simbólicamente poderoso.
En una de sus ensoñaciones, Don Quijote cree estar luchando contra enemigos encantados, cuando en realidad destroza los odres de vino en una posada. Su espada se convierte en instrumento de caos, alimentado por la locura y la imaginación.
Uno de los duelos más formales y caballerescos en toda la obra, donde la espada tiene una función más decorosa y menos cómica.
Esta decisión literaria responde a una crítica de fondo: la sátira a los libros de caballerías. Cervantes desmonta todos los artificios heroicos al presentar un personaje que, aunque intenta imitar a sus ídolos, nunca alcanza su grandeza ni sus atributos legendarios.
Otorgarle nombres épicos a las espadas habría supuesto entrar en el mismo juego que critica. Por tanto, el anonimato del arma es deliberado, irónico y profundamente simbólico.
Para los amantes de la literatura, el debate sigue abierto. Algunos proponen nombres inventados con fines didácticos o creativos, como:
“Justicia de la Mancha”
“La Razonante” (en contraposición a Rocinante)
“Ilusión de Acero”
Sin embargo, ninguno de ellos tiene base en el texto original y deben entenderse como homenajes o interpretaciones libres.
En definitiva, la espada de Don Quijote no tiene un nombre definido, y eso precisamente la convierte en un símbolo perfecto de su locura, su idealismo y su derrota permanente frente a la realidad. Su falta de nombre no le resta importancia, sino que la convierte en un elemento central dentro de la crítica literaria que Cervantes plantea con maestría.
Don Quijote no necesita una espada legendaria. Él mismo, con su fe ciega en la caballería, convierte cualquier arma en un estandarte de justicia y fantasía.
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Incendio en Ribadeo: la advertencia que llegó entre humo y sirenas.
Cuando el mediodía se alza en A Devesa con ese aire denso que huele a mar y campo mojado, nadie espera que la tranquilidad se vea interrumpida por una humareda negra saliendo de una vivienda. Pero ocurrió. Y ocurrió como tantas cosas que acaban ocupando espacio en la conversación de sobremesa: de golpe, sin aviso, y con esa mezcla de susto y desconcierto que deja el fuego.
Porque el fuego, ya se sabe, no es poesía. Es destrucción, es ruido seco, es el chirrido de la sirena que no duda. En Ribadeo, este lunes, la protagonista no fue una caldeirada ni el bullicio veraniego, sino una campana extractora que decidió arder, literalmente, por los aires.
Pasaban las doce del mediodía cuando un particular, testigo de la columna de humo que salía por el conducto de ventilación de la cocina, levantó el teléfono y marcó el 112. Lo demás, como dirían los clásicos, es parte del protocolo.
El Servicio de Emergencias de Galicia activó de inmediato su engranaje: bomberos, Guardia Civil y los inevitables curiosos que, como moscas a la miel, se acercan al olor del caos. Nadie resultó herido, pero el susto —ay, el susto— se quedó a vivir por unas horas en el corazón de la vivienda y de quienes lo presenciaron.
El problema, según los indicios preliminares, tuvo su origen en el interior del sistema de extracción. Y es aquí donde merece la pena hacer una pausa.
Porque no hablamos de una tragedia, pero sí de una advertencia. Los filtros campana extractora, esos olvidados recovecos metálicos que acumulan grasa y suciedad como si fuesen cofres malditos, pueden convertirse en la chispa perfecta de un incendio doméstico.
La grasa —la de la sartén, la del guiso, la del churrasco dominguero— no desaparece: se queda ahí, en los filtros, convirtiéndose en combustible puro. Si no se limpian o sustituyen periódicamente, basta una chispa o un sobrecalentamiento para que se desate el caos.
Y eso fue lo que ocurrió en A Devesa. La campana, que debía extraer vapores, terminó expulsando llamas.
Siguiendo el hilo de esta crónica con aroma a acero chamuscado, llegamos al otro gran sospechoso: el motor campana extractora. Ese componente, que muchos consideran eterno, tiene su vida útil, sus límites y sus síntomas de agotamiento. Cuando no se revisa, cuando se fuerza su funcionamiento o se acumulan residuos, puede recalentarse, fallar... o peor aún, incendiarse.
Insistimos: no es cuestión de paranoia, sino de mantenimiento. Revisar el motor no es capricho, es prevención. Y Ribadeo nos lo acaba de recordar con la claridad que solo el humo sabe dar.
En este punto, conviene abrir una ventana hacia el mundo de la información técnica, allí donde los profesionales se instruyen y los propietarios responsables acuden en busca de consejo. Este blog de cocinas industriales bien documentado, actualizado y con criterio, puede marcar la diferencia entre la rutina y la tragedia.
Allí encontramos guías de limpieza, recomendaciones sobre materiales ignífugos, consejos para instalar sensores de calor o sistemas automáticos de extinción. Porque la cocina —esa zona noble del hogar o el negocio— no es solo el lugar donde se cocina: es donde puede iniciarse una desgracia si no se actúa con previsión.
La pregunta no es retórica. Porque si hay algo que este tipo de incidentes pone sobre la mesa —además de la posibilidad de asfixiarse por humo— es la cruda realidad del descuido. Las campanas extractoras requieren algo más que un paño húmedo. Necesitan desmontaje, limpieza técnica, revisión eléctrica. Al menos una vez al trimestre en hogares con uso frecuente. Semanalmente, si hablamos de cocinas profesionales.
Y aquí es donde muchos bajan la mirada. Porque cuesta. Porque lleva tiempo. Porque no huele a urgencia… hasta que huele a quemado.
Volvamos al escenario: vivienda unifamiliar, cocina funcional, mediodía apacible. El fuego fue contenido, sí. Pero, ¿y si no? ¿Y si las llamas hubiesen alcanzado las cortinas, el mobiliario o los conductos internos de la casa?
La normativa de seguridad en instalaciones domésticas e industriales es clara. Exige sistemas de extracción fabricados con materiales ignífugos, instalación por técnicos certificados y revisiones periódicas. Pero la ley, como sabemos, no limpia. No engrasa. No vigila.
Eso recae sobre el usuario. Sobre usted. Sobre nosotros.
A Devesa ha tenido suerte. La misma que no tuvieron otros en otras latitudes y otros días. Pero confiar en la suerte es una temeridad. Y confiar en que “eso nunca pasa” es un error más común de lo que quisiéramos admitir.
La próxima vez que encienda la cocina, mírela bien. Escuche ese zumbido del extractor. Huela, si puede, lo que hay detrás de la parrilla. Porque quizá le esté diciendo algo. Quizá le esté gritando que es hora de actuar.
No hay cocina segura sin mantenimiento. No hay hogar tranquilo sin prevención. No hay excusas.